Siempre pensé que la fuerza tenía que ver con imponerse, con ganar discusiones o ser el más fuerte físicamente. Hasta que conocí la historia de Gandhi.
Imagina a un hombre delgado, sin armas, enfrentando a un imperio que dominaba medio mundo. Podría haberse rendido. Podría haber creído que era imposible cambiar algo tan grande. Pero eligió otro camino: no levantar la mano, no responder a la violencia con violencia. Y, sin embargo, temblaron los cimientos del poder británico.
Mientras lo leo y lo imagino, me doy cuenta de que la fuerza real no grita ni golpea. La fuerza verdadera es la que se mantiene firme cuando todo parece perdido. Es la voz que dice “no me moverán” incluso cuando el cuerpo tiembla.
Gandhi me enseñó que la valentía no siempre ruge; a veces susurra, pero su eco es tan fuerte que puede liberar a todo un pueblo. Desde entonces, cada vez que creo que no tengo fuerza suficiente, recuerdo esa imagen: un hombre pequeño, con sandalias, desarmado… cambiando el mundo entero.